sábado, junio 30, 2007

La galería y yo

Ayer, sin nada que hacer, me senté a contemplar lo que creo es poesía hecha mujer. Hay tantas “galerías de arte itinerantes” realmente que circulan por las calles y que uno ve a diario, es decir, que sólo logra captar por un segundo; pero son contadas las veces que uno tiene a la oportunidad de darse el tiempo y sentarse a contemplar y admirar, cual obra de arte en una exposición, a una mujer.


Yo sentado, fumando el último cigarrillo de la cajetilla y ella a dos metros de mí, sola en un frío día de niebla. Para que la postal fuera perfecta, como siempre el pendrive con la canción adecuada, y comencé a mirar y distinguir en ella cada detalle que fuera posible luego verbalizar por medio de estas líneas. Que me excuse de antemano por utilizarla como musa inspiradora sin su consentimiento, pero, en vista y considerando que hace un buen tiempo que no me daba el rato para elaborar un buen escrito, la ocasión era perfecta para actualizar este asunto y de paso, homenajear a su ser mujer.


La verdad es que el cuaderno que saqué luego para hacer como que estudiaba sólo fue una excusa para permanecer ahí maravillándome de ella, para no sentirme acaso un tonto sentado en el frío haciendo nada.


Hojeaba, algo en serio, el cuaderno; mientras ella hacía lo propio con un libro. Me sorprendió, particularmente, su soledad. Tan ínfima ella ahí, tan dejada a un lado. Probablemente esperó a alguien que nunca llegó, aunque también pudo buscar esa soledad. Soledad algo inexplicable, pues con su atractivo innato era bastante extraño que no tuviera a un chico por lo menos al lado de ella. Bueno, a decir verdad, sí lo había. Era yo.


Acabé de fumar mi cigarro y al cabo de un rato ella encendió uno. Era avanzar a un nuevo cuadro de la exposición, pero de un mismo artista: el perfil que uno podía apreciar en ella había cambiado diametralmente. Ahora ella fumaba, y por un razón que sí comprendo, pero que no sé explicar, se hacía aún más atractiva, aún más mujer. Su apariencia inocente de estudiante a la deriva se esfumaba por ese solo detalle: el cigarro.


Luego, al verla fumando di cuenta de que mi propia cajetilla estaba vacía. Fui a por otra y volví a la exposición. La excusa del cuaderno se me estaba haciendo algo ridícula e infantil, por lo que abrí la cajetilla y encendí otro cigarrillo. Era el tercero del día, y el segundo en 15 minutos, pero 10 minutos menos de vida valían por seguir inmerso otros 5 en aquella galería.


Al rato llegó un par de compañeros, una pequeña charla y llegaba la hora de irse. Ellos marcharon y yo me quedé terminando de botar humo. Providencialmente, me habíam sido otorgados 5 minutos más para contemplar, esta vez, sin excusas: el problema del cierre de la mochila era real, así que estuve otro tiempo ocupándome de eso mientras soltaba vistazos furtivos a su figura que había vuelto a la de la chica inocente, sin el cigarro.


Acomodé una silla de su mesa y partí, sin haberme atrevido a decirle: “Hola, tú te llamas (…), ¿verdad? Mándale saludos a tu hermana de parte de Diego”.

Si llegases a leer esto: excúsame por plasmarte acá y deja darte las gracias por tu compañía ausente. Yo era el chico de la chaqueta azul, el mismo entumido de frío. El que te vio estudiar y fumar ese frío viernes 29.